El encargo del maestro Goya by Elena Bargues

El encargo del maestro Goya by Elena Bargues

autor:Elena Bargues [Bargues, Elena]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2021-11-02T00:00:00+00:00


21

Habían estado muy cerca del desastre. Mercedes había cogido por el hombro a Marta y con el otro brazo estrechaba su cintura, en su afán de protegerla. Se revistió de severidad y atrevimiento para ocultar los temblores que le recorrían el cuerpo, en tanto que preguntaba al coronel qué había sucedido para recibir ese trato. Tras una somera explicación y las disculpas de rigor, Cornulier salió de la casa, pero no cerró la puerta. Se quedaron quietos y sin hablar mientras aguardaban a que el jardín delantero quedara despejado, y, solo entonces, se permitieron respirar de alivio.

—Voy a ver cómo consigo cerrar la verja. Esos brutos han destrozado el candado. —Salvador salió decidido sin mirar a las mujeres, como si no deseara saber lo que había pasado arriba.

Mercedes empujó a Marta de regreso a la habitación. Se vistieron en silencio, recogieron el cuarto y bajaron con los orinales a vaciarlos en la letrina. Marta sacó un cubo de agua del pozo, y se dirigieron a la cocina.

—No me gusta nada lo que está sucediendo —murmuró doña Elvira a la vez que trasteaba con el encendido del fuego—. La inseguridad es cada vez mayor.

—¿Y qué podemos hacer? Me preocupa Salvador. Si hubiera hecho una tontería, le habría costado la vida.

—¿Si hubiera hecho? —se revolvió doña Elvira—. Defender a sus hermanas no es una tontería, y no ignora que, tarde o temprano, deberá enfrentarse a ello. Es un hombre, y actuará como tal. ¿Acaso usted se quedaría tan tranquila? No es una santa, y no la critico, pero comprenda a los demás. Esos bárbaros sacan lo peor de las personas.

Mercedes no replicó, porque la buena señora estaba en lo cierto. Se resistía a reconocer ese trágico final; por el contrario, mantenía la esperanza de que sucediera algo que cambiara el curso de los acontecimientos de forma drástica. Miró a su hermana, quien se ocupaba en poner la mesa, sumida en sus silenciosos pensamientos.

—¡Mirad quién ha venido! —Salvador irrumpió por la puerta trasera precediendo a Mateo Robles.

—¿Cómo ha podido moverse por la ciudad? —se asombró Mercedes—. La Gendarmería anda revolucionada con la fuga de los presos.

—Las cantineras de los conventos en los que se acuartelan las tropas no pueden prescindir de mi servicio. Eso me salva —explicó Robles—. También ayuda que la mayor parte de ellos conocen mi carro y saben a lo que me dedico, así que me dejan en paz.

—¿Quiere sentarse? Nos disponíamos a desayunar unas migas mojadas en caldo —invitó doña Elvira.

—¿Y qué le trae hasta nuestra casa? —indagó Salvador al tiempo que tomaba posición en la mesa.

—Gracias. Ya he desayunado. Es la ventaja de trabajar para las cantineras. Son mujeres recias, pero amables y comprensivas, y siempre ofrecen algo. Tiene usted razón, amigo mío, necesito su ayuda: concretamente mantas. Con las requisas de los franceses para los hospitales, escasean en la población.

—¿Con dos se apaña? —ofreció doña Elvira.

—Perfecto, muy amable. Aprovecho para ofrecerles un hueco en el carro a usted y a su hermana. Regreso a la fábrica.

A la



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